Noche triste un 15 de septiembre


El 15 de septiembre de 1964, hace ¡60 años!, último año de la gestión del presidente Adolfo López Mateos, no se olvidaría nunca a los que fuimos protagonistas directos de un terrible fracaso como comerciantes en pequeño. Resulta que a mi madre y a mí se nos ocurrió la inocente idea de ir al Zócalo de la ciudad de México a vender gelatinas la noche del “Grito de Independencia”, con la ilusión desmedida de que íbamos a lograr un rotundo éxito, dada la calidad del producto que elaborábamos mi madre y yo. Para dicha empresa se nos unió un primo, Jesús Cruz Ramírez, unos años mayor que yo. Con él se creó entre nosotros el término “combination”, en relación al tipo de gelatina que ofreceríamos.

Esa noche, con tiempo nos trasladamos al centro de la capital, desde nuestro hogar, ubicado en el No. 79 de la calle de Damasco en la Colonia Romero Rubio, llevando un par de grandes vitrinas saturadas del producto a vender y varias charolas que utilizaríamos para ofrecerlo entre los asistentes. Mi madre se trasladó en un proletario camión y nosotros hicimos el viaje caminando, jalando un carrito de madera con ruedas de balines que yo mismo improvisé. De la casa hasta el sitio de nuestra “gran noche” hicimos una hora y media aproximadamente. El caso es que a las 20:00 horas ya estábamos ahí, en medio de una impresionante muchedumbre compuesta por vendedores de todo tipo de insumos y de cientos de familias ansiosas por participar en tan importante acto cívico nacional. Cuando creíamos, mi madre, Jesús y yo, que desde nuestra llegada e instalación en el espacio que escogimos las personas nos comprarían las dichosas gelatinas, resultó que nadie lo hacía, pasaban frente de nosotros como si estuviéramos invisibles, más interesados en las fritangas, diversos antojitos y en toda clase de artículos propios de esa celebración como las banderitas, cornetas, antifaces, gorros, bigotes, sombreros rancheros, huevos con confeti, huevos con harina, silbatos, etc.

A la gente no le importaban las gelatinas, más aún cuando la temperatura era menos que templada y hacía algo de aire frío. Cuando nerviosos y desesperados porque no vendíamos nada, le encargamos a mi madre el carrito y las vitrinas y con mi primo Jesús nos dedicamos a ofrecer las gelatinas en las charolas; íbamos para un lado y para el otro y la desolación se fue haciendo mayúscula. De pronto el presidente pronunció el tradicional grito desde el balcón del Palacio Nacional, enseguida se tiñó el cielo de luces de colores con los juegos pirotécnicos, y casi al unísono se soltó una lluvia pertinaz. En ese instante le pedí a mi madre que retornara en autobús a la casa; ya llegaríamos nosotros más tarde.

Con nuestra carga a cuestas, con las vitrinas casi como las llevamos de llenas, iniciamos el regreso. Todavía peor resultó el dramático momento cuando al intentar pasar el conocido “puente negro”, sobre el canal de desagüe que atravesaba la gran ciudad, se zafó una de las ruedas de balines y en medio de un terrible aguacero nos vimos en la necesidad de repararla, lo que nos llevó un gran esfuerzo. Totalmente empapados llegamos por fin a nuestra casa. En la puerta de la vivienda ahí se encontraba mi padre, tapado con una cobija y a su lado mi señora madre. Eran alrededor de las dos de la mañana, ya del día 16 de septiembre. Nos recibieron muy acongojados y nos solicitaron que pasáramos y cambiáramos de ropa. Mi madre nos ofreció café con pan y mi padre nos recordó que él no estaba de acuerdo en lo que íbamos a hacer, pero que nos lo permitió para que viviéramos esa cruel experiencia.

Sí, realmente valió la pena vivirla. Entendería que cada año muchas personas, así como nosotros, irían al Zócalo con el ánimo de lograr el sano propósito de obtener unos centavos y que tal vez muchos de ellos retornarían a sus hogares con el alma destrozada. En nuestro caso, mis hermanas trataron de vender el producto junto al zaguán, como lo hacían todos los días, pero fue insuficiente. Mi madre tuvo que deshacer una gran cantidad de gelatinas con agua caliente, líquido que terminó yéndose por la cañería. Entonces yo acababa de cumplir, una semana antes 16 años de edad. De los protagonistas solo yo vivo para contarlo. Sirvió para formarme en la cultura del esfuerzo, del aspiracionismo.



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