“Donde solo las águilas se atreven”

En el mes de diciembre de 1956 mis padres decidieron viajar a Oaxaca para cumplir con lo que popularmente se conoce como “una manda”, pues se habían comprometido en donar un niño Dios de bulto, en tamaño natural, a la parroquia del municipio de Teococuilco de Marcos Pérez, en el distrito de Ixtlán; tal vez el más antiquísimo de la sierra oaxaqueña y se estima su fundación alrededor del año 800 d.C. La familia completa incluyó a mis hermanos María del Rosario, Ana María Guadalupe, José Elías Fernando y quien escribe estas líneas, entonces de 6, 4, 1 y 8 años, respectivamente. Hicimos el traslado en ferrocarril de máquina de vapor desde la Ciudad de México dos días antes y nos bajamos en la estación de San Pedro y San Pablo Etla. Ahí pasamos el resto del día en casa de mi tía Natalia Ramírez y a las cuatro de la mañana iniciamos el largo recorrido a nuestro destino a “lomo de bestia”, con el apoyo de algunos familiares de mi padre, quienes previamente habían llegado con varios caballos, mulas y asnos. A mi hermana “Chayo” y a mí nos introdujeron dentro de unos tenates colocados a los lados del lomo de un asno. Muy avanzada la mañana paramos para “almorzar” en algún jacal de la agencia municipal de La Guacamaya, que en aquel tiempo contaba con unas cuantas casas de adobe. Continuamos la aventura hasta que llegamos a un sitio conocido como Rancho Obispo ya casi entrada la noche. Cenamos y a los niños nos colocaron en un petate en el interior de un rústico cuarto de madera, mientras que los adultos se deleitaron platicando alrededor de una fogata. A pesar del intenso frío que se sentía en esas montañas donde abundan y crecen imponentes pinos, nos quedamos dormidos con sus inacabables diálogos y carcajadas.

Al día siguiente, después del almuerzo, continuamos la marcha. Fue entonces que se me ocurrió preguntarle a mi padre, Don Elías Ramírez López, hasta dónde quedaba su pueblo, pues ya era para mí muy largo y extenuante ese viaje. Su contestación no la olvidaré jamás: … “Mira hijo, ya vamos a llegar. No te apures. Yo nací donde sólo las águilas se atreven”. Llegamos a Teococuilco entre la tarde y noche de aquel ya lejano 24 de diciembre. A la entrada del pueblo nos esperaba una multitud. No había energía eléctrica, pero sí velas o antorchas y una lluvia de cohetones. En procesión y con música de banda nos dirigimos hasta el interior de la parroquia y luego de celebrarse la Eucaristía, mis padres procedieron a entregar su valiosa ofrenda, el niño Dios, el cual sigue hasta la fecha en ese lugar.

Desde entonces, muchas veces retorné al amado pueblo de mi padre; en un principio acompañado por él y por mi madre, Doña Concepción Almanza Saucedo, por mis hermanos, mi esposa y otros parientes. La última vez que viajé con los primeros fue hace 20 años, en 1998. Ellos fallecieron en la primera década de este siglo. Siendo Director General de Atención Médica de los Servicios de Salud de Oaxaca, impulsé la construcción y equipamiento del centro de salud, el cual concluyó durante la administración del extinto Dr. Arturo Molina Sosa, entonces titular de dicha dependencia, con quien asistí al acto de inauguración; fue un día de fiesta comunitaria. Posteriormente apoyé la gestión de la construcción de la casa de salud de La Guacamaya y estuve presente el día en que con mezcal se “bendijo” el área donde se edificaría dicho inmueble. Los recuerdos de la primera visita vuelven a mi mente cada vez que regreso a Teococuilco y ahora más que nunca me han causado una gran nostalgia, como ocurrió los días 6 y 7 de este mes, cuando volví para estar presente, con cuatro de mis hermanos, cuñados y sobrino, en la tradicional festividad en honor de la Virgen del Rosario, la fiesta máxima de la comunidad. Vibramos con la extraordinaria “Danza azteca y la conquista”, admiramos como niños el encendido de los castillos y “toritos”, así como las revoluciones de los “monos de calenda” en la explanada del atrio. Saboreamos el riquísimo chocolate de agua, el pan de horno casero, tamales con hoja de milpa, pozole y otras suculencias. Mi gratitud a mis primos Jesús, Rafaela y Tomás López Ruiz, a su mamá mi tía María, y demás familia por sus gentiles atenciones. Un pueblo alegre, festivo, es un pueblo sano.

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